«Nacimos sin experiencia
Moriremos sin rutina».
Wislawa Szymborska – Nada ocurre dos veces
La experiencia dramática de Sergio Chejfec inicia con la gráfica de una idea de Dios. Un párroco habría dicho que «Dios funcionaba como los mapas digitales, pero mejor, porque no estaba reducido a la representación visual y sus distintas modalidades (mapa, relieve, tránsito, etc.): estaba en condiciones de abarcar literalmente todo, desde las voces y sonidos en el aire hasta los sentimientos más inconfesables, de un modo tal que podía prescindir de la visualización sin mayor problema, cosa imposible para Google Maps». Uno de los personajes principales, Félix, no piensa en Dios, pero sí en «miradas superiores», representaciones abstractas. La novela de Chejfec acompaña a dos personajes, Félix y Rose, mientras recorren calles de Buenos Aires. Ambos están extremadamente conscientes de la pose y la máscara del encuentro social que entablan y de los temas de conversación que repiten. Félix piensa que su movimiento por la ciudad ahora siembra un rastro o halo electrónico y que este es una suerte de desdoblamiento, una manera de «asistir a lo que antes hacía pero no podía ver con sus propios ojos». El rastro se puede traducir en las líneas que reporta un dispositivo electrónico, formas trémulas que se diluyen cuando la señal GPS es inestable. Existen mapas para distinguir la silueta de una urbe pero también halos electrónicos individuales: hay relojes, anillos y celulares que los registran. Son formas de memoria y de distinguir la presencia y el movimiento en la ciudad.
Tras ciertas pérdidas, intento hallar una tregua entre la memoria y el olvido, como si fueran procesos que se pueden distinguir y determinar. En ese ejercicio (o rumia), he vuelto a pensar en mis caminatas y es inevitable que reflexione en torno al halo y la historia que dejan. He decidido que, en ocasiones, un reloj cuente mis pasos. Soy una peatona urbana, pero sería imposible afirmar que solo me muevo caminando por las calles de una ciudad cuya población, en su dimensión metropolitana, llegará pronto a tres millones de personas. Recuerdo haber examinado un mapa elaborado por dos de mis personas más cercanas, dos investigadores: una economista y un sociólogo. Era un mapa de segregación socioespacial. Con colores de intensidad variable, el mapa mostraba el movimiento de los habitantes de Quito hacia la «periferia» o el «hipercentro». La mayoría de habitantes debía hacer viajes de kilómetros, a veces hasta de dos horas, desde las periferias para llegar hasta el hipercentro, donde se hallaban sus lugares de trabajo. Para tales trayectos, la gente no podía moverse a pie. Usaba el servicio de transporte público, con rutas que, años después, también fueron registradas en Google Maps. El halo electrónico, además, indicaba recorridos para cientos de miles de personas. Aquellas rutas, pensaba, podían abstraerse hasta el punto en que cincuenta personas en un bus nos movíamos al mismo ritmo.
Lo caminable requiere una escala de pasos, de kilómetros de uno o dos dígitos. Las caminatas en soledad son distintas a las acompañadas. En soledad he ingresado con mi paso rápido a lugares sin demarcación clara, he cruzado la calle donde no he debido, he trazado trayectorias chuecas por obra de mis pies asimétricos. Luego, me he encontrado con otros peatones en un «camino del deseo» o desire path, ese rastro que suele aparecer sobre el césped cuando lo erosionan los transeúntes. He caminado en compañía y me ha maravillado el equilibrio de las personas que estuvieron junto a mí, el contraste de la cadencia y el tamaño de nuestros pasos. Me gustaría pensar que nuestros recorridos (los que compartí) formaron una geometría plasmable en un mapa también, de pares de pasos paralelos (aunque he pisado a mis acompañantes). Si hubiera activado mi reloj, habría obtenido halos electrónicos con fechas. El promedio de aquellas formas podría ser una figura con la cual forjar un dije para un collar, como la cruz o la lemniscata que, a veces, está sujeta en mi cuello. Desde arriba, ni siquiera como un mapa, sería visible una suerte de elipse alrededor del parque que rodeamos juntos. Y eso significaría que el parque que caminamos sería el mismo parque no solo un día, todos los días.
Entonces recuerdo un ensayo de Merleau-Pointy, que comenta la vida del pintor impresionista Paul Cezanne: «La perspectiva vivida, la de nuestra percepción, no es la perspectiva geométrica o fotográfica. Afirmar que un círculo visto oblicuamente se presenta como una elipse significa sustituir la percepción efectiva con el esquema de lo que deberíamos ver si fuéramos máquinas de fotografía: en realidad vernos una forma que oscila en torno de la elipse sin ser una elipse». Si buscara una geometría, me hallaría ante una figura que antecedió a mis acompañantes de caminatas y a mí, que permanecerá eternamente. Una figura de bordes lisos, sin final, sin fallas ni pausas, sin rugosidades ni interrupciones. Sin espacios para la aceleración y la explosión. Con la búsqueda de almacenar señas del movimiento, me hallo ante un consuelo de tontos. La caminata fue y concluyó en una trayectoria variable. ¿Qué haría Dios y el mapa con finales de caminatas, finales tan insignificantes? Quiero leer un círculo, una espiral ascendente o un bucle. No hay una solución cartográfica y, si existiera, no sería más que otra manera de procurar una interrupción al olvido.
¿Y el halo electrónico? La suerte de desdoblamiento no solo se limitaría a la abstracción gráfica, sino al signo, al símbolo, al lenguaje. La habilidad para ver el camino es una especie de observación desde fuera, una alienación de la realidad a ras del piso. Hay también una pérdida en la traducción de cada paso que di. La presencia de mis acompañantes alteraron la naturaleza del espacio en que, a veces, nos rozábamos: había un punto de intersección que me esmero en conjurar en términos geométricos. Quizá es más fácil ver un punto que lo que quizá Cezanne ensayaba en cada pintura y era la base de su duda, según Merleau-Pointy: «Necesitaba cien sesiones de trabajo para una naturaleza muerta y ciento cincuenta de pose para un relato». Mi duda para referirme a nuestras caminatas parte también de esa consciencia de las miradas y los pestañeos, de las conversaciones que sonaron en el tiempo que toma rodear una cuadra. El desdoblamiento se multiplica: ahora observo no solo mi propio rastro, sino el palimpsesto de trayectorias donde las señales se refuerzan o interfieren entre sí como ondas de radio. A veces pienso que estos halos intersecados son la verdadera ciudad, no las calles ni los edificios, sino esta geometría invisible de los afectos, una medida diferente de la Tierra y la proximidad que se transforma con cada paso compartido. Sin darme cuenta, provoqué colisiones por mi pisada irregular y me sostuvieron.
Cada paso en la ciudad como caminante crea circuitos. Pienso ya en la deriva. He amado caminar sola en la noche de una ciudad como Quito, una actividad contraindicada para cualquier mujer. Cuando abrieron el metro, empecé a recorrer el circuito cerrado desde Quitumbe hasta El Labrador, sin salir de las estaciones. Hoy el metro es una sola línea de norte a sur, de sur a norte. El mapa todavía no es una maraña ordenada como la del metro de Londres. Es incipiente pero ya es un trayecto común para las personas que necesitan ir al hipercentro y a las periferias. Una noche salí de la estación de metro de La Carolina y el primer golpe de aire me recordó la salida de otros metros y otras ciudades. Pensé en planificadores urbanos. Pensé en cosmólogos, pues ellos también trazan circuitos. Hoy la temporalidad cósmica derruye cualquier noción de eternidad. La deriva nocturna por Quito es también la deriva cósmica: ambas plantean la misma pregunta sobre qué permanece cuando el movimiento cesa y la luz se extingue. Están el golpe del frío y la oscuridad amenazante de un parque cercano con sus peligros: un parque donde, supe hace poco, habitan murciélagos, donde viven personas en la oscuridad, donde los gritos se pierden o traen sin cuidado a quienes están encerrados en sus casas. Camino rápidamente. El viento me manifiesta un contorno. El aire se calienta en mi garganta. Entonces no concibo una imagen mía. No me veo desde arriba ni de frente.
El halo electrónico captura coordenadas, deja líneas y pierde texturas. Registra puntos en el espacio pero no la respiración agitada cuando se huye de un parque oscuro, la tranquilidad pasmosa de caminar en la noche durante un apagón. Tampoco el encuentro de miradas con un desconocido ni el peso de la memoria que ciertos lugares cargan. Mientras más precisos son los instrumentos para mapear el movimiento —desde las «miradas superiores» que imagina Félix hasta el GPS en un anillo— más evidente es que necesitaré otra geometría. En la abstracción gráfica hay un consuelo frente a la ausencia, una forma de decir «estuvimos aquí tantas veces», una manera de demoler los presentes. El verdadero halo no es el que dibujan los dispositivos, sino algún campo de percepción y la memoria que se expanden alrededor de cada paso. Es lo que transforma el espacio anónimo en territorio, en lodo vivido.