El extraño caso de Baltazar

Veo con disimulo a Baltazar por la ventana del dispensario. Se ha sentado en las gradas. Su mirada parece estar diseccionando el nevado que rompe el horizonte con su imponencia de monstruo prehistórico. Por un momento, juego a no saber lo que ocurre. ¿Se sentirá agotado por la anemia? ¿Acaso se habrá emborrachado con algún licor de oscura procedencia la noche anterior?  ¿Lucila habrá quedado enferma en casa? No. Yo sé que no. Sé que debajo del viejo poncho del indígena se oculta nuevamente la desgracia. Y tiemblo.

Ser médico rural en las soledades de los pueblos andinos es un mejor destino que atender decenas de casos de dengue hemorrágico en la Costa o, peor aún, enfrentarse a misteriosos virus y parásitos que germinan con la complicidad de las selvas amazónicas. A veces extraño la ciudad, un consultorio privado, inmaculado, los bares y discotecas, las clases en la universidad y los congresos. Pero no puedo volver. Podría jurar que no fui yo quien olvidó ese utensilio dentro del paciente. Estoy casi seguro de que no fui yo. Me sentía tan cansado ese día. Por tu bien, aseguró Yépez, lo mejor será que atiendas en este pueblito. Lo mejor será que te ocupes de esta gente. Vos sabes, Flaco, hasta que se calmen las aguas. Hace años me lo dijo. Ahora solo me quedan mis pacientes, que a veces me regalan cuyes y gallinas, los tediosos formularios del ministerio, algún guarapo podrido en el bar del pueblo y unas pajas gélidas en las noches. Y el caso de Baltazar. 

El hombrecito es único. Aunque ha habido casos similares en el mundo. El más famoso es el de Sanju Bhagat, conocido como el Hombre Embarazado. Bhagat nació en Nagpur, una pequeña localidad de India, cruel laboratorio genético de la naturaleza. Aparentemente, Sanju tuvo una infancia bastante normal, aunque siempre ostentó una prominente panza. Se habrán burlado de él sus compañeritos: un buen golpe en la barriga en los recreos o mientras atendían alguna de sus ceremonias paganas. ¡Quién sabe si le habrán llegado a romper la nariz, que se quebraría con algún sonido sabroso! ¡Chaj! No fue hasta cuando cumplió veinte años que Sanju empezó a tener verdaderos problemas. La barriga le comenzó a crecer desmesuradamente. Los indios suelen emocionarse con estos caprichos evolutivos y quieren creer que horribles mutaciones en realidad se tratan de manifestaciones divinas. Pero este no fue el caso.

Mes a mes, el estómago de Baghat se inflaba como la papada de una fragata macho. ¡Hombre Embarazado!, le gritaban los vecinos al infeliz. Él, digno, los ignoraba. El problema es que, estúpidamente, ignoraba también lo que estaba ocurriendo con su cuerpo. Se negaba a ir al médico, a pesar de las vejaciones, las incomodidades y los dolores. Cuando su esposa se atrevió a insistirle en que fuera al hospital, fue silenciada con un efectivo bofetón. Pasó el tiempo y el estómago de Sanju adquirió proporciones planetarias. A los treinta y seis años, se le dificultaba respirar, todos sus órganos estaban siendo presionados desde adentro. Ya no le quedaban fuerzas ni para propinarle cachetadas a su mujer. Ella se aprovechó del estado de debilidad de su esposo para finalmente llamar a una ambulancia, que se lo llevó primero a un dispensario médico y luego a un gran hospital de Mumbai.

Los galenos se sorprendieron por el tamaño del abdomen de Sanju. Aunque no mucho. Ya sea por ignorancia o superstición, los pobladores de ese país suelen dejar que tumores benignos crezcan desproporcionadamente. Así que, sin radiografías o cualquier otro examen de por medio, metieron a Sanju en un quirófano y comenzaron con la operación.

—Pasa, Baltazar —le digo al hombre con confianza.

—Buen día, mi doctorcito —responde él con la cabeza agachada.

—Asiento, por favor, ¿qué nos pasa esta vez? —Al preguntarlo, me siento un infeliz. Lo que daría por un buen trago en estos momentos.

—Otra vez, mi doctor, ¡el chuzalongo! —exclama Baltazar y se le quiebra la voz.

A veces me harta tener que trabajar con esta gente. Ya le he explicado varias veces a él y a su esposa que no tiene, tuvo ni tendrá un duende dentro. Ni siquiera utilicé la terminología médica para no confundir a estos miserables personajes. No usé el latinajo. Con paciencia, les expliqué el caso de Sanju y cómo se solucionó su problema. En la sala de operaciones, los doctores hicieron una gran incisión y empezaron a explorar para sacar el tumor. Pero en lugar de eso se encontraron con extremidades a medio formar, genitales, pelos… Fetus in fetu. El hermano de Sanju, absorbido por él durante la gestación, se había dado modos de seguir creciendo dentro del hombre. No como un ser humano, por supuesto, sino como un conjunto mal armado de huesos y órganos. Al finalizar, Bhagat se negó a ver lo que había crecido en su abdomen durante casi cuarenta años. Regresó a su hogar a tener una vida más tranquila, aunque nunca dejaron de llamarlo Hombre Embarazado.

Algo similar sucedió con Baltazar tres años atrás. Apareció en mi consultorio con el abdomen anormalmente hinchado y con dificultades para realizar sus actividades diarias. Constaté lo que le ocurría después de pedirle que se hiciera un ecosonograma.

—¡Es el castigo! —se lamentaba Lucila.

—¡No deberíamos estar juntos, nuestro pecado, doctor! —sollozaba Baltazar y miraba su vientre con horror.

Mientras me hacía cargo del tramiterío necesario para la cirugía en una ciudad cercana, las gentes del pueblo me contaron que Lucila y Baltazar eran parientes, aparentemente muy cercanos, y, aunque se amaban, también sentían gran culpa (cortesía del cura párroco) y creían que el fetus in fetu en realidad se trataba de un ser maligno que crecía en las entrañas del hombre como castigo al incesto. Pregunté también por el chuzalongo, pero ninguna de las versiones de la leyenda tenía que ver con un hombre embarazado. Enjuagué la ignorancia de la pareja con unas copas.

Cuando llegó el día, procedí sin ayuda de ningún colega. Yépez no pudo acompañarme. Me emocionó poder realizar una intervención quirúrgica, aunque fuera bastante sencilla, después de tanto tiempo. Estaba harto de limitarme a recetar ibuprofenos y desparasitantes. Después de las primeras incisiones, ausculté el abdomen de Baltazar hasta que di con una especie de huevo grande. Era lo esperable. Extraje el parásito sin mayor dificultad. Dentro se escondía el gemelo mal desarrollado del campesino. Igual que en el caso de Sanju, no era más que un conjunto deforme de dientes, ciertos órganos atrofiados, una pierna minúscula y peluda, un pene particularmente grande…

Mientras se recuperaba, Baltazar no dejaba de gimotear. Lucila no estaba mucho mejor.

—¡El chuzalongo, doctor! ¿Qué hizo con él? Tenga cuidado, no lo vaya a maldecir a usted también.

No se me ocurrió mejor manera de calmarlos que mostrarles el frasco donde descansaba el parásito en formol.

—La única maldición que tienes gracias a este ser, Baltazar, es una anemia bastante grave. Te estabas desnutriendo, pero vas a ver cómo mejoras.

—¡Lléveselo, por Dios, lléveselo! —imploró Lucila—, tírelo al río. No lo vaya a enterrar.

Envié el espécimen a la capital como un regalo para Yépez. De seguro le serviría para alguna de sus clases.

Solo hasta aquí las historias de Sanju y Baltazar se parecen. Porque después de un año, el indígena volvió a acudir a mi consultorio y, para mi sorpresa, debajo del poncho se ocultaba su abdomen nuevamente hinchado. Por supuesto, en esta ocasión no se podía tratar de otro fetus in fetu. Sentí cómo se me bajaba la presión cuando llegaron los resultados del eco, que dejaban ver otra masa anómala. Me tomé unos tragos antes de llamar a Yépez.

—Flaco, o eres cojudo y no extrajiste todas las partes del parásito la primera vez o se trata de un teratoma. Es difícil distinguir entre ese tipo de tumores y un fetus in fetu.

—Estoy seguro de que yo hice bien la operación. Extraje todo. Estaba protegido por una membrana dura…

—¿Así de seguro como cuando me dijiste que no habías dejado esas tijeras adentro del paciente? Ve, Flaco, no sabes todo lo que he tenido que hacer por acá en estos años para que no se te termine de cagar la vida. No te equivoques de nuevo en este procedimiento. Y, por favor, deja de tomar,  que se te nota en la voz.

La segunda operación fue casi un calco de la primera con la excepción de que el parásito que extraje estaba un poco mejor formado. No, no podía tratarse de un tumor. Tenía un remedo de cara, dos piernitas, otra vez un pene descomunal. Me pareció verlo respirar por un par de segundos. En esa ocasión, les hice caso a los campesinos y, en lugar de dejar que las enfermeras se ocuparan del desecho hospitalario, me llevé al parásito, supuestamente para estudiarlo. Por la noche, después de examinarlo por un momento en su prisión de formol y con bastante temor, debo reconocerlo, lo tiré al río.

—Mi doctorcito, ya no más, por Dios —ruega Baltazar—. ¡El duende me crece de nuevo!

Guardo silencio. Ni teratoma ni fetus in fetu podrían volver a crecer en su cuerpo. ¡Y menos a esa velocidad!

Para la tercera operación, los médicos del hospital son alertados del particular caso. Se me permite realizar la cirugía, pero esta vez en compañía (y supervisión) de la subdirectora del lugar. Antes de hacer el primer corte, me tiembla la mano.

—¿Está en condiciones de realizar el procedimiento? —pregunta con dureza la subdirectora—. No va a operar a un animal. Si constato que ha estado dejando restos de material en el paciente, va a tener problemas.

No respondo nada y empiezo. Por tercera vez, saco el huevo enorme, perfecto, latiente, del abdomen de Baltazar. Todos en la sala de operaciones enmudecen. La subdirectora me pide que rompa la membrana y saque lo que hay en el interior. Realizo la incisión con esfuerzo. Un líquido negro y abundante empieza a escurrirse por la abertura. No es sangre. No de un ser humano. La subdirectora me presiona con la mirada para que extraiga lo que se encuentra al interior del huevo. Meto una mano y, para mi sorpresa, después de un momento, al auscultar me encuentro con lo que parecen unos dedos, pequeños y peludos, bien formados, demasiado cálidos. Súbitamente, siento un violento apretón que me hace retorcer de dolor. Eso me ha roto los huesos de la mano. La subdirectora y las enfermeras se acercan para ayudarme, pero en ese instante lo que quedaba del capullo infernal revienta esparciendo su humor oscuro por toda la sala de operaciones. Entonces vemos a ese ser pequeño y peludo, que nos observa con odio mientras se acaricia el enorme y reptante pene como si de su mascota se tratase. El homúnculo se empieza a mover como un animal salvaje que busca al ejemplar más débil de la manada, relamiéndose la boca mientras se fija en la subdirectora con lascivia.

El único consuelo que tengo es escuchar el torbellino de alaridos a mi alrededor. Son la prueba que necesito para saber que no estoy alucinando.

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